Autor: Julio Llamazares
ISBN: 978-84-322-2022-7
Género: Narrativa
Editorial: Seix Barral
Fecha publicación: 1988
Fecha edición: 2013
Páginas: 165
Fragmentos;
A veces uno cree que todo lo ha olvidado, que el óxido y el polvo de los años han destruido ya completamente lo que, a su voracidad, un día confiamos. Pero basta un sonido, un olor, un tacto repentino e inesperado, para que, de repente, el aluvión del tiempo caiga sin compasión sobre nosotros y la memoria se ilumine con el brillo y la rabia de un relámpago.
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El tiempo acaba siempre borrando las heridas. El tiempo es una lluvia paciente y amarilla que apaga poco a poco los fuegos más violentos. Pero hay hogueras que arden bajo tierra, grietas de la memoria tan secas y profundes que ni siquiera el diluvio de la muerte bastaría tal vez para borrarlas. Uno trata de acostumbrarse a convivir con ellas, amontona silencios y óxido encima del recuerdo y, cuando cree que ya todo lo ha olvidado, basta una simple carta, una fotografía, para que salte en mil pedazos la lámina del hielo del olvido.
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Siempre lo he imaginado así. De repente, la niebla inundará mis venas, mi sangre se helará como las fuentes de los puertos en enero y, cuando todo haya acabado, mi propia sombra me abandonará y bajará a ocupar mi sitio junto a la chimenea. Quizá eso sea la muerte, simplemente.
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El tiempo fluye siempre igual que fluye el río: melancólico y equívoco al principio, precipitándose a sí mismo a medida que los años van pasando. Como el río, se enreda entre las ovas tiernas y el musgo de la infancia. Como él, se despeña por los desfiladeros y los saltos que marcan el inicio de su aceleración.
Hasta los veinte o treinta años, uno cree que el tiempo es un río infinito, una sustancia extraña que se alimenta de sí misma y nunca se consume. Pero llega un momento en el que el hombre descubre la traición de los años. Llega siempre un momento -el mío coincidió con la muerte de mi madre- en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela como un montón de nieve atravesado por un rayo. A partir de ese instante, ya nada vuelve a ser igual que antes. A partir de ese instante, los días y los años empiezan a acortarse y el tiempo se convierte en un vapor efímero -igual que el que la nieve desprende al derretirse- que envuelve poco a poco el corazón, adormeciéndolo. Y así, cuando queremos darnos cuenta, es tarde ya para intentar siquiera rebelarse.
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Muchas veces oí que el hombre afronta siempre solo este momento, pese a que, en su agonía, familiares y vecinos le rodeen. Al fin y al cabo, cada hombre es responsable de su vida y de su muerte y solamente a él le pertenecen. Pero sospecho -ahora que mi vida ya se acaba y la lluvia amarilla anuncia en la ventana la llegada de la muerte- que una mirada humana, una simple palabra de engaño o de consuelo, batarían quizá para quebrar, siquiera brevemente, la inmensa soledad que ahora estoy sintiendo.
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"Ainielle existe -nos cuenta Julio-. En 1970 quedó completamente abandonado, pero sus casas aún resisten, pudriéndose en silencio, en medio del olvido y de la nieve, en las montañas del Pirineo de Huesca que llaman Sobrepuerto."
Así que lo que nos cuenta el narrador de la historia, en primera persona, es la historia de una doble agonía.
Sólo queda él en Ainielle, hasta que alguien abre el libro y se decide a acompañarle.
Andrés, Ainielle y el lector.
Andrés es testigo de la desolación de su pueblo, de cómo, poco a poco, las casas van quedando vacías de vida. Todo el libro es su voz -que bien podría ser la voz de la naturaleza que llora por el abandono-, la voz airada, a ratos transformada en gemidos, de un hombre que se queda solo, que soporta día a día, inverno a invierno, la presencia más dura de esa soledad, ampliada por el eco silencioso de las montañas. Siguiendo sus palabras se llega a sentir la amargura de ser el último eslabón de una cadena...
No es fácil, la voz de Andrés sacude, hace daño, todo su discurso en una lenta agonía, una agonía poética (Llamazares fue antes poeta que novelista) que parece difícil que saliera de alguien como Andrés, pero no desencaja, queda claro que es la expresión del alma la que habla, que las palabras de Andrés salen de muy adentro y emergen convertidas en un torrente (poético) de amargura.
Y es que Andrés se ha aislado del mundo. No tiene relación con el exterior y sabe con certeza que la próxima vez que alguien que no sea él haga crujir las hojas amarillas que dejó la lluvia en su pueblo... será tarde para mirarles a los ojos.
La muerte está presente desde el principio, y, en alguna ocasión, mientras leía, recordé al Pedro Páramo de Rulfo... pero Andrés es más cercano, más palpable.
Andrés reprocha.
Y es que hay veces que un libro transmite demasiado.
A veces, con solo leer unas pocas páginas, sientes como te cala el frio en el cuerpo, como te va sepultando la nieve, como la lluvia amarilla va cambiando el paisaje, como Andrés te va susurrando al oído.
Desde la lejanía de su soledad.
Porque la voz de Andrés también resuena en la cabeza una vez cerrado el libro, con su voz dura, fantasmagórica, nos muestra que la soledad también cruje en los tejados, que a veces se salva con el simple ladrido de un perro, que la muerte puede tener un color amarillo...
Y que la noche...
queda para quien es.
Mi voto: 8
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